Lecturas de Verano: «MUERTE EN LOS MORTEROS DE LA GRANJA»

  Relato, por Martín Avalos

 

 

La luz sabe dónde

las hojas secas

y ciertas ramas rompen el silencio.

 

Edith Vera

 

Las aves volaron del bosquecito de siempre verdes. Cualquier ser se espanta ante la caída de un cuerpo.

 

Era temprana mañana aquél sábado 2 de agosto cuando bajaba al pueblo por El Avellano. Pronóstico de calidez y tranquilidad en mi deseo. Un horizonte de éxito traía el despuntar del sol, pensaba. Me equivocaría en mi optimista presentimiento. Solo un cuerpo cayendo, y aves huyendo de la presencia del muerto. Raquítica alegría engrosando la fosa de mi vida.

 

-¿Qué tal?

-¿Cómo le va señor? -al salir un serrano. Nos cruzamos en la puerta del negocio.

-Buenos días. -dije al entrar en la ferretería de Don Julio. Con la cabeza me saludó el parroquiano presente.

-¡Cómo andás poeta! -respondió el ferretero. Un dejo de sarcasmo en su tono.

El trayecto que separa Los Morteros Aborígenes de la calle El Lipidambar, entre El Avellano y la ruta E-53 al comienzo del centro,  hasta la ferretería, saliendo del centro del poblado, suelo hacerlo en escasos 10 minutos. Esa mañana me llevó 20 porque me crucé con Claudia Corso de la librería que se disculpaba, pero que esta semana sin falta sí llegarían los libros de Filloy que le pedí hace 2 meses. Me confesó que se sentía radiante porque Joaquín había estado en su casa la noche anterior pasándole un presupuesto para arreglarle una persiana, y que él, siempre respetuoso, aceptó unos mates en la puerta que ella le cebó con tanto placer. Los conocía a ambos, y tanto ella como el muchacho eran magníficos jóvenes del lugar.

La candidez de sus ojos -pensé en esa mañana de apócrifa fortuna y tragedia griega- se merecen todo el amor de Joaquín derramado en su piel.

-Parece que hoy se arregla lo de la luz -dijo Don Julio al parroquiano.

-Norabuena -la aféresis como respuesta.

 

Por algún motivo me acordé de un pasaje de Gentuza*: Yo no tengo padres, tengo ancestros. El parroquiano representaba parte de mi historial; del historial de la humanidad.

Cacofónico venía hacia nosotros el silbido de una sirena.

-Ahí deben ir por Joaquín -dijo el de atrás del mostrador.

-¿Joaquín? ¿Qué pasó con Joaquín?

-Acaban de hallarlo muerto en Los 12 Morteros. Un hachazo en la nuca. Pobre.

-¿Cómo que un hachazo en la nuca? ¿Joaquín? ¿Joaquín Álvarez? ¿Pero quién podría haber hecho eso? ¿Cómo que acaban de hallarlo?

-Calmesé poeta. Nada sabemos. Cuando Ud. entraba salía Juárez. Él nos contó que encontraron a Joaquín muerto. Decían que andaba con los Rodríguez robando caballos. Uno no sabe. Por ahí alguien se cansó, vió. O por ahí algún ajuste en las clavijas de las cuentas, vió.

-¿Ud. dice con los Rodríguez?

-No, no, no -se atajó Don Julio. Yo no dije eso poeta. No ponga palabras en mi boca que yo no he dicho. Ud. tiene facilidad con las palabras m`ijo, pero yo dije que dicen, ud…

Sin querer había puesto en apuros al comerciante.

 

Salí de ahí pensando en Joaquín y Claudia. Pensando en cuando se entere. Pensando en el Amor frustrado. ¿Joaquín tendrá familia? Lo imaginé sentado en su banco de escuela con seis añitos en su primer grado. Quién conociera los desenlaces finales de su vida. Pensé en el hacha y en el poder del hierro. El cerebro puede moldearlo, pero el acero puede destrozar un cráneo.

 

En la comisaría había un mundo de gente. Un patrullero salió disparando en lugar opuesto a Los 12 Morteros. Camino a Los Molles se vislumbraban nuevos acontecimientos. Los Rodríguez vivían en aquella dirección.

 

-¡Pobre el hijo de Joaquín! ¡Qué barbaridad!

Me acerqué a la señora del comentario.

 

-Joaquín, ¿tiene un hijo? -Pregunté.

-Sí, sí -Se acercó otra mujer. Con una de las hermanas de los Rodríguez, la más chica, creo.

-Me parece que es la otra, la de la moto -intervino una tercera.

-¿Cómo se llama? Pregunté. ¿Cuántos años tiene? ¿De los Rodríguez, seguras?

 

Me quedé otros 20 minutos lamentándonos con las señoras por Joaquín. Lo conocíamos. Sabíamos lo bueno que era.

Me retiré pensando en ese niño viviendo con sus tíos y asesinos de su padre. Caminaba con la carga de todas las penas e injusticias. Me representé al pequeño Darío con un muñeco de trapo a metros de su casa, escuchando que la policía le informaba a su madre el destino del padre del pequeño y de sus tíos. Pobre criatura. Niño de una loca humanidad. A mi mente vinieron los versos de Tallon:

 

La muñeca de trapo no parece de trapo.

La gente sin corazón no la ama (…)

Su cara está arrugada porque ha sufrido mucho (…)

 

Y le hicimos la cuna, la cuna más pobre

Que es también, como ella, de trapo (…)

 

Solo los nenes de los campesinos

La llevaban, a veces, a pasear por el campo (…)

 

La gente mala se creía

Que era pobre, muy fea, la muñeca de trapo.

Pero si alguno se enfermaba, ella

Se dormía a su lado

Y calentaba el pecho de las nenas enfermas.**

 

Todo el pueblo cuchichiaba sobre el hecho. Al pasar por la librería vi a un puñado de personas en torno a Claudia abrazándola. Miré el reloj (no sé por qué) y me dí con que eran las 9 am. Pensé que a Joaquín lo habían matado tipo 7:00 hs. Me metí en la forrajería y ahí también comentaban lo del asesinato. Al entrar callaron.

 

-Estarán hablando de Joaquín –arriezgué.

-Mm. Obtuve por respuesta. Juzgué prudente no hacer más comentarios. Compré dos kilos de balanceado para gato y me marché. Al retirarme, uno de los presentes me preguntó.

-Ud. corta por la loma de los morteros, no es cierto?

-Sí, respondí. ¿Por?

-Y no vio nada?

-No, no vi nada.

-Mm. Dijo uno.

-Raro. Comentó el de la pregunta.

 

Salí sintiéndome sospechoso. Al cruzar el puente pasó un patrullero de la policía en sentido contrario  que me miró largamente. También yo los observé desconfiados. Un jinete al trote me pasó en su moro. Se le cayó la boina pero no volteó siquiera. Sentí cómo chillaban las ruedas de un vehículo a mis espaldas. Me di vueltas y vi al patrullero que volvía rápidamente. El del caballo seguro es un Rodriguez, pensé, pero me equivocaría al comprobar que al tiempo que me agachaba a recoger la boina marrón, el patrullero frenaba junto a mis piernas que comenzaban a temblar.

 

-¿Ud es el escritor que vive cruzando la loma, en Martín Fierro?, preguntó el copiloto uniformado.

-Así debe ser.

-¿Cómo, no está seguro si ud es el escritor?, inquirió el del volante.

-Porque a decir verdad no conozco mucho a mis vecinos y no sé si existe otro escritor, señor. ¿Pero a qué se debe la pregunta?, pregunté sabiendo cómo le molesta a los agentes de las Fuerzas del Orden responder preguntas del Pueblo Civil.

-Porque nos han informado que ud bajaba cuando posiblemente mataban a Álvarez. ¿No sabe nada?, ya su tono era más duro aún a esta altura del diálogo.

-¿Y quién le ha dicho eso? Si me perdona, Señor. Pues el informante también debé haber visto al asesino. ¿O quizá él haya sido?, y me arrepentí de haber hecho esa apreciación en voz alta. Hubo un momento de silencio. Los uniformados se miraron. El del volante dijo:

-Vaya a su casa, en un rato quizá lo visitemos. Y se marcharon haciendo chillar nuevamente las gomas en la única calle asfaltada del pueblo.

 

Comprobé que había gente por todas partes parada mirándome. Sacudí la boina del Rodriguez ese, o de quién sea, y comencé a caminar prestando atención de no tropezar ante las miradas de todos.

Ni en pedo les abro la puerta si van estos, pensé.

 

Al pasar frente a la municipalidad, pude ver a alguien detrás de la cortina del primer piso hablando por teléfono y mirando hacia la calle. Al comprobar que lo descubrí se metió tras la pared. Todos comenzaban a ser sospechosos en mi interior. Y yo, el primero, para todo el pueblo.

 

En el dispensario paró un renault 12 destartalado y bajó un muchacho corriendo hacia adentro del nosocomio. Al instante salieron con el chofer de la ambulancia y la enfermera y entre los tres bajaron a una señora en brazos. ¿Será la madre de Joaquín?, pensé. ¿o de los Rodriguez? Pasó un colectivo en dirección a Córdoba y me asaltaron unas terribles ganas de irme para allá escapando de esta locura. Luego pensé que si lo hacía la policía tendría la certeza de haber hallado al autor del crimen e irían tras de mí. Lo mejor es que vuelva a casa y los reciba con unos mates cuando vayan. Al pasar por el hotel, la puerta principal y dos ventanas se cerraron bruscamente. Solo me faltaba tener los pies engrillados.

 

Salí de la ruta y comencé a subir por El Avellano. La cuesta arriba nunca había sido tan dura. Pensé que si a Joaquín lo habían matado a las 7am, por ejemplo, tranquilamente pude haber sido yo. Por ejemplo: Lo asesiné, me tomé luego un tiempo para quedarme sentado, procesando el hecho.  Bajé a hablar con Claudia, y hacerme ver por todo el pueblo como un vecino cualquiera que hacía las compras. El móvil, pues claro! Celos! Al bajar me aseguré de ver a mi “elegida” y después, sí, me hice el sorprendido en algunos comercios del pueblo. Igualmente era una locura, eso podría pensar cualquiera, pero lo tendrían que probar.

Al pasar por El Herrero, sentí un estremecimiento en el estómago. La esquina estaba encintada marcando el lugar del delito. Pensar que hacía tres hora yo había bajado por aquí. Hice unos metros y desde la loma cercana me chistó un niño.

-Eh, Don! Me llamaba con la mano. Trepé la pirca y fui hasta su refugio.

-Yo lo vi a ud cuando moría Joaquín. Me habló bajito, casi susurrando.

Me quedé helado. Este niño me traería dificultades.

-Ud pasaba cuando miró para arriba porque salían volando una bandada de palomas. Se asustaron cuando joaquín se resbalaba en las piedras con rocío y caía. Puso la mano, por instinto será, para amortiguar el golpe, pero era la mano que llevaba el hacha y se abrió la cabeza.

Estupor y alivio poblaban mi cerebro.

-¡Se lo tenés que decir a la policía!¡Urgente!

El silencio cómplice nos abrazó a los dos.

-No señor. Los Rodriguez van a pagar esta vez. Y salió corriendo en dirección a una bola de intrigas.

 

 

A

Delfina De Giustti, con quien empecé el juego del policial.

Rodolfo “Compadre” Stoltzing a quien leí el manuscrito y me relató hechos valiosos.

 

 

 

 

*Gentuza, Juan Filloy, relatos, año 1991.

**Elogio de la muñeca de trapo. José Sebastián Tallon.

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