Lección en el espejo, por Pablo Martínez

Lección en el espejo

– Una interrogante justa

– Pero aún no me has respondido

– Papá, no estoy seguro

– ¿Cuántos años has tenido para pensarlo? ¡Dios santo! te lo preguntare una vez más ¿Por qué serás reconocido al morir? ¿Qué corre por tus venas? No veo un ápice de entusiasmo por una labor, un estudio u oficio tal vez.

Mi padre era un hombre de pocas palabras, pero determinante cuando las emitía. Así  fue como una mañana de agosto me encontré en su taller intentando responder lo que quizás él quería oír, pues no creo haberlo complacido en vida.

Pero algo doblegó su semblante aquella mañana, se detuvo y culminó catapultando de sus labios el discurso más trascendental de mi vida.

– Hijo mío, cuando vengan a darte la noticia, “la persona que frenaba tus sueños, para nunca hacerse realidad, ha muerto”. Iras corriendo a ver su ataúd, para conocerlo o quizás a golpearlo, pero solo encontraras un féretro vacío con un gran espejo dentro esperando por un nombre y un apellido a su pie. Puedes firmarlo si lo deseas. Retírate a tus tareas.

Su insistente cuestionamiento me costó varias noches de no pegar un ojo, desvelos, lunas ataviadas en múltiples pesadillas en las que despertaba empapado de traspiración y la imagen de mi padre señalándome con su enorme índice < ¿Por qué serás reconocido al morir? > En el sueño, su mirada colérica me invitaba a quebrarme, impotente niño lleno de vergüenzas y sin poder responder con madurez.

La madrugada de su cumpleaños 56 lo hallé en una esquina de la casa, ahí en el suelo, abrazando sus rodillas y hablando consigo mismo mientras se balanceaba hacia adelante y hacia atrás.

– ¿Sabes cómo me llamo? ¿Aun recuerdas mi nombre?

– Te llamas Elias, papá ¿qué te pasa? Me estás asustando.

Se levantó de un brinco, tomo el alajero de mamá y salió a zancadas.

Fue la última vez que vi a mi padre con vida.

Una semana después su cuerpo fue hallado en un cañaveral a orillas del arroyo Mendiolaza, por una mujer que bajaba a enjuagar sus ropas. Los múltiples tajos de armas blancas, determinaron que fue asesinado de forma brutal y la violencia con la que se produjo pertenecía a un claro ajuste de cuentas.

Parecía una historia de ultratumba la que nos contaba el forense al decirnos que su cuerpo había servido de tapón por varios días dentro de un angosto túnel de agua bajo un puente, hasta que al suscitarse múltiples lluvias, con la fuerza típica y monumental de las crecientes, fue expulsado como un proyectil.

Solo asistimos a la morgue, para reconocer el cadáver, mi hermano Esteban y yo. La muerte podía olerse putrefacta como de costumbre.

Las deudas contraídas por mi padre, que amenazaron en ocasiones al resto de mi familia, tuve que saldarlas para no sufrir el mismo final. El póker pueblerino lo había llevado a su extinción y Don Jaime, un hombre inprocesable por la justicia, seguía libre y  les aseguro que jamás iba a ser privado de su corrupta ambición.

Esa tarde, en que fríamente nos preguntaban si lo que veíamos era Elías Pueyrredón o lo que quedaba de él, Esteban observo como recordando, quizás estaba hablándole a su espíritu y diciéndole lo que por varios años no había podido, aún susurrando pude oír claramente:

– Por esto serás reconocido ahora papá. Y ya no veo un espejo vacío, te veo a ti.

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