Detrás del cerezo, por Nicolás Jozami

Hacia diversas latitudes, en regiones dispersas y en múltiples infancias, hemos jugado de niños alguna vez a las escondidas. Reiterar su dinámica es de perogrullo; pero déjenme repasar igualmente el rol del que debe descubrir a los escondidos, para quien se propone, de algún modo, cierta similitud con el quehacer filosófico. El que cuenta -su cabeza hundida en el antebrazo, el antebrazo en la pared- esperando a que se dispersen sus contrincantes, sale luego a buscarlos sabiendo que ellos están en algún lugar, tapados. Su derrotero, su viaje por escondrijos, es el que decidirá si estaba en lo correcto, algo que define sus apuestas, su riesgo por querer desocultar. Ahora bien, cualquiera de los escondidos, puede cambiar de lugar sin que lo vean, como estrategia para lograr el objetivo: llegar a tocar la pared salvadora. 

¿Qué tiene que ver este juego con la tarea filosófica? Tiene que ver. Cuando pensamos desde ese lugar, cuando adoptamos ese rol de búsqueda en el juego, de algún modo adoptamos una actitud que obliga a entender lo externo, lo ajeno, como una conspiración de las formas en el todo, formas que recubren su sentido, que quieren ocultar su advenimiento. Cómo es esto. Bien: pensar es atravesar, dice Ernst Bloch; es, desde cualquier lugar, buscarle el pelo al huevo. Y no es que seamos paranoicos, pero el pensamiento filosófico tiene un gran componente de complot; corre la barba para hallar la piel desde la que ella nace, los poros que se recubren con el cabello de color negro, amarillo, blanco, pero se recubren. El materialismo dialéctico, (como otras teorías que abrevan, discuten, amplían o se hamacan en el núcleo funcional de su descubrimiento) busca ese ¡piedra libre! que es, ni más ni menos, intentar hallar el botón mediato que origina el funcionamiento de la máquina. El buscador -en el juego de las escondidas-, sabe que los demás están afantasmados por escondidos, pero sabe que están; su tarea es descubrir la inteligencia del escondite. Develar, mediante sus fuerzas y su táctica de juego. 

Lo natural, la naturaleza, está mediada por la historia, pero la historia desde la aparición gregaria del hombre. Ya Arnold Hauser exponía cómo, en épocas milenarias, el mago se traspasaba a sacerdote, para obrar: invocar las fuerzas extrañas que permitieran el éxito en la cacería de los que tenían que jugar a las escondidas con las bestias para poder alimentar a los comensales. El orante cumplía un rol, que se modificaba por la función, pero que era producto de la situación material sobre la que se desarrollaban estas primeras culturas. De ese modo, el hombre tiene necesidad de metafísicas que expliquen (o frenen) de algún modo lo inexplicable; puede ser Dios, como puede ser la metafísica del Estado como explicación aceptada de convivencia y ordenamiento social, territorial, público. Hay una metafísica del papel con inscripciones, por la cual al recibirlo me convierto en un egresado, como también me convierto en pasajero luego de entregarlo al conductor de un colectivo. Nada impide que pudiese subir al colectivo sin ese papel, salvo la metafísica, que defiende, entiende obviamente el chofer, los demás pasajeros que pagaron su boleto, la empresa y un largo etcétera. La metafísica es aquello que se cree y se acepta como límite, porque se frena colectivamente la indagación de su causa profunda y siempre primitiva, inagotable en sus fundamentos últimos.

La historia deglute a la naturaleza, convirtiéndola en mito, sin dejar de otorgarle su mero correlato de fantasía inmemorial. Un volcán no está hecho por el hombre, es claro, pero ese volcán es atendido por coordenadas que traza el hombre para construir la ciudad a determinada distancia, para agregarlo en los manuales como peligrosamente activo, para desactivarlo y tornarlo un lugar turístico. La mediación humana, no genera solamente, oculta y disgrega y separa y aparta o unifica según la conveniencia proyectiva de lo social. Hay un pequeño motivo en La Ideología Alemana (1846), de Marx y Engels, en la crítica espesa a Feuerbach. Es el ejemplo del cerezo. Transcribimos: “Así es sabido que el cerezo, como casi todos los árboles frutales, fue transplantado a nuestra zona hace pocos siglos por obra del comercio y, tan sólo por medio de esta acción de una determinada sociedad y de una determinada época, fue entregado a la «certeza sensorial» de Feuerbach”. (La Ideología Alemana (1846). Marx y Engels. Capítulo 2 Sobre la producción de la conciencia). El cerezo natural que asombraba a Feuerbach, era producto humano.

Como en las escondidas; el buscador puede ir a las guaridas que sospecha son válidas para el ocultamiento (la experiencia sensible que lo lleva a creer que están allí, los ve antes de verlos), pero zas, se da cuenta que el contrincante no estaba tan lejos, sino bien cerca, detrás de un árbol. De un cerezo. No puede saber que estaba ahí, porque su intención, su proyección mental y volitiva lo lleva a otro sitio, anestesia su capacidad de descubrimiento, aunque sepa que siempre hay algo por descorrer, por descubrir. Detrás de la experiencia sensible, hay una confección de sitio, de espacio moldeado, que recubre u oculta el manantial desde el cual se lanza la gota. Uno sabe que el reloj está hecho de minúsculos pedazos; lo rompemos para ver qué tiene y cómo funciona, pero resulta que un pedacito -desgajado- no puede funcionar; igualmente, a ese pedacito lo ha hecho alguien, lo ha confeccionado alguien, y la soledad de ese trozo pone un dique a mi búsqueda; debo volver a colocarlo en el reloj (mercancía, producto, objeto) para que la máquina funcione. 

Unos últimos ejemplos. Subo por una escalera; lo que deseo es llegar al techo. La escalera no me habla sobre quién o quiénes la hicieron. Está su marca, pegada en una calcomanía, que recubre y encubre hasta cínicamente sus condiciones de producción. Por otra parte, la pantera que desgarra a una presa es bien naturaleza; no lo discutimos, es instinto puro, desarrollo y teleología de la fauna salvaje, africana. Pero cuando el humano observa, atiende el hecho voraz, encorseta el acto. Es la cadena alimentaria; es la piedad de la cebra que no pudo escapar y que morirá pronto; es el esplendor y la fuerza vital de la pantera, cualidades que muchos individuos poseen; es el reducto de libertad y salvajismo que hemos reprimido, pero que con cuya identificación liberamos al ver la imagen de una alimentación demasiado sangrienta. Lo que no podemos conocer, son las interpretaciones de las panteras o de las cebras; si tuviesen enciclopedias con sus propias visiones, interpretaciones y morales, la cuestión cambiaría; el hombre coloca sobre lo natural su esquema articulado para forjar la metafísica de una época. Nietzsche lo ha dicho: “No existen fenómenos morales, sino sólo la interpretación moral de fenómenos…” (F. Nietzsche. Más allá del bien y del mal. “Sección cuarta: sentencias e interludios”, 108). Detrás del cerezo, entonces, hay alguien escondido. Fíjense por las dudas para que no les cante piedra libre. Al fin y al cabo, desentrañar, pensar, iguala en su proceso al juego que alguna vez hemos jugado, en diversas latitudes, en regiones diversas, en múltiples infancias.  

 

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