Cuando Foucault y Sartre marcharon juntos

Por Fernando Molina. El encuentro del 27 de noviembre de 1971 entre los dos mayores filósofos radicales de Francia, divididos por las ideas filosóficas y aunados por las ideas políticas.



Es el 27 de noviembre de 1971 en la Maison Verte, local parroquial del distrito XVIII de París, un barrio popular colmado de migrantes árabes. Ahí se reúnen, poco después de las dos de la tarde, los organizadores de una manifestación en contra del racismo policial, judicial y gubernamental francés, a raíz de un caso que, años más tarde, Le Monde calificará de “triste y banal”.

Esto es lo que ha ocurrido: Un joven argelino, Djellali Ben Alí, tuvo un grave altercado con la portera del edificio en el que vivía, por lo que el amante de ésta (francés) levantó una escopeta y lo encañonó; según éste, su arma se disparó por accidente; fuera así o de otro modo, Ben Alí murió.



Tal vez el hecho no fue una expresión del racismo de la sociedad gala, pero ocurrió sólo dos años después de mayo del 68, cuando la mayor parte de la intelligentzia francesa se hallaba a la izquierda, y aún a la izquierda de la izquierda, y cuando la policía solía cometer abusos en contra de los migrantes ilegales.

Así que el drama, quizá simplemente personal, se convirtió en un escándalo político. Y ahora en la Maison Verde se reúnen quienes más convencidos están de su directa vinculación con el“sistema de opresión” imperante.



Junto al periodista Claude Mauriac, uno de los creadores del periódico Liberation, se ubica el escritor Jean Genet, famoso por su compromiso con la causa palestina. Y a lado de éste se sienta el más distinguido de los intelectuales de su generación, Michael Foucault, profesor del Collège de France, el santuario académico del país, autor aclamado de la “Historia de la locura”, “Las palabras y las cosas” y “La voluntad de saber”; el nuevo gran filósofo de un país que se enorgullece por la cantidad y calidad de sus pensadores, que inclusive considera –a veces por lo menos– que es el depositario contemporáneo de la sabiduría de Occidente.

Estos personajes y otros se disponen a iniciar sus deliberaciones, que no versarán sobre conceptos generales, como podría pensarse, sino sobre cuestiones específicas, logísticas, respecto a la manifestación a la que convocan.



Pero en ese momento llega, levemente retrasado, un hombrecito canoso y miope, envejecido, que se abriga con una chompa de lana y una chamarra de cuero y piel, un atuendo que bien podría ser el de un obrero parisino.

Todos callan inmediatamente, para recibirlo. El que ha llegado es Jean-Paul Sartre, quien se sienta frente a Mauriac y observa. Sartre, el viejo gran filósofo que ha sido el centro del debate intelectual europeo durante 30 años, novelista y dramaturgo, filósofo innovador, erudito de una curiosidad inagotable, en fin, un monumento viviente al que sólo se le reconoce –a sotto voce— un posible sustituto: el hombre calvo que ahora está junto a él, Michael Foucault.



Lo que Mauriac ve entonces lo deja pasmado. Uno de los “maos”, los maoístas a la francesa a los que Sartre y Foucault, cada uno por su lado, están políticamente próximos, los presenta… ¡De modo que no se conocían personalmente! A Mauriac le parecerá increíble.

Viejo encontronazo
Sin embargo, ambos hombres ya han tenido oportunidad de cruzar espadas antes de la conmoción de 1968, antes de que ésta se considerara posible, cuando los asuntos que les interesaban sólo sacudían los círculos filosóficos. El pequeño sismo fue la publicación de “Las palabras y las cosas”, que, quizá por razones ajenas a su autor, terminó siendo la consagración filosófica del estructuralismo que ya aplicaba Lévi-Strauss en antropología, Lacan en psicoanálisis y Barthes en lingüística.



Pero el estructuralismo no era sartreano.

Foucault explicaba así sus diferencias con la gran figura de la generación anterior: El existencialismo de Sartre es una filosofía del siglo XIX que trata de pensar los problemas del siglo XX, y eso se reconoce en una cosa: su intento de encontrarle, todavía, un sentido al mundo, cuando lo que cuenta no es asignárselo, sino comprender las “estructuras” que lo configuran y sustentan.

Esta formulación, quizá imprecisa, pues Foucault la comunicó en una entrevista de prensa, parecía un llamado a invertir la tesis de Marx sobre Feuerbach, la que afirma que “no se trata de comprender el mundo, sino de transformarlo”. Aparentemente, Foucault llamaba a abandonar los esfuerzos de transformación del mundo, de descubrimiento de su sentido; y a conformarse con hacer un plano de su andamiaje.



Laalusión de Foucault no pasó desapercibida a Sartre, quien pronto contestó que “Las palabras y las cosas” eran la “última muralla de la burguesía para detener el avance intelectual del marxismo”, toda vez que se ocupaba de fijar las estructuras del pensamiento de cada época y al mismo tiempo ignoraba el estudio de las condiciones que hacían posible la sustitución de unas estructuras por otras; en una palabra, porque olvidaba la dinámica subjetiva de la historia.

Para Foucault, según él mismo deslizó a un medio de prensa poco después, esa respuesta indicaba sin dudas que Sartre, quien “tenía por delante una muy importante obra literaria, filosófica y política”, no había tenido tiempo para leer su libro.



Luego, en privado, ironizó sobre la pobre burguesía que solo poseía “Las palabras y las cosas” como última muralla.

El momento
Ahora, sin embargo, en el momento del “affaire Ben Alí”, todo eso ha quedado en el pasado. En tiempos de revolución, cinco años son un siglo. Foucault y Sartre se han radicalizado, ambos, y el segundo considera cada vez más que el estructuralismo es una bolsa en la que se ha metido a gatos de muy distinto color y pelaje (actualmente, algunos estudiosos consideran que cualquier ciencia es, de hecho, estructuralista).



Aunque nunca coincidirán en cuestiones de pensamiento (sus filosofías, sus personalidades, sus respectivos papeles en el escenario intelectual son demasiado distintos para eso), Foucault y Sarte ahora pueden darse la mano, dentro de la Maison Verde, y reunirse allí por una hora y luego, por decisión unánime, salir marchando por algunas calles del distrito XVIII, para ofrecer un anticipo de la gran manifestación que han preparado.

Salen entonces, y Sartre y Foucault caminan juntos, hombro a hombro, el segundo con un altoparlante que le ayuda a informar a los habitantes del barrio de la existencia de un local, instalado por los activistas, en donde personal especializado los ayudará en los trámites de residencia y otros.



Caminan tranquilamente, sin interferencia de los efectivos policiales que rodean la muchedumbre, a pesar de que en esta época los enfrentamientos entre agentes y manifestantes son violentos y cotidianos. Pero en Francia, país de filósofos, la policía está prohibida de tocar a Sartre. Todavía puede, en cambio, darle alguna que otra sacudida a Foucault, lo que demuestra que incluso los “flics” respetan las jerarquías intelectuales.

Caminan estas mentes prodigiosas, estos dos hombres libres, juntos en ésa que será una de las pocas veces que se vean en sus vidas. Nunca se apreciaron demasiado. Canguilhem, excondiscípulo de Sartre, sugerirá que a éste lo amargó el inminente relevo. Y todos saben que Foucault ha hecho su carrera en oposición al más insigne de sus colegas.



Llega la marcha a un punto previamente acordado, y Jean Paul Sartre, que ya está enfermo, se retira.

Foucault, en cambio, cuyo turno de enfermar llegará recién al cabo de una década, se queda con los otros y todos entran a un restaurante del barrio, para comer algo.



Al entrar, uno de los comensales, un simple vecino, ve a Foucault y dice de modo que todos lo oyen: “¡Miren, es Jean Paul Sartre!”.

Foucault –lo diría poco después– no sabe si se trata de un elogio o no.

Fuente: www.paginasiete.bo




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