Castillos de (y en) arena, por Nicolás Jozami. 

Castillos de (y en) arena, por Nicolás Jozami. No se descubre nada al afirmar que las redes sociales, Facebook sobre todo, al momento de debatir, se tornan un dragón que no sólo se muerde la cola, sino que, al mismo tiempo, es el trozo que más degusta. Sentados frente a una computadora, hay que contar los minutos en que los oponentes no quieren darle un puñetazo al que piensa distinto desde el otro lado de la virtualidad. Las redes son un compartimento hogareño, pero donde enseguida irrumpen dos comportamientos, que podemos definir como el comportamiento tribuna y el comportamiento cloaca.
Facebook mitiga la agresión a partir un solo factor: la interminable cantidad de comentarios que pueden colgarse, en una torre de babel que el tiempo torna ociosa, o inútil. Ir a discutir por privado es como ser retado e ir al rincón; ahí no hay exposición pública ni galanteo frasístico o ingenioso. Los temas pueden variar: las jubilaciones, el aborto, el ARA San Juan, la ley de matrimonio igualitario o el festejo de los 100 años por la Reforma Universitaria. Hoy diríamos Cuarentena versus Anticuarentena, entre tantos otras.
Ahora, ¿cuánto dura el escribir siguiendo la línea argumental y no desviarse, “desvivirse” por escribir para los demás, para esa tribuna ávida de morbo, o de morbo acendrado por buenas costumbres? Los paparazzis, nacidos en la Edad Media, en la zona que hoy es Italia, corrían para llevar información a los cortesanos, que pagaban muy bien esa primicia; no importaba su veracidad a medias; el paparazzi era retribuido, y el dueño de eso, para ejercer su poder, podía flirtear con revelar algo valioso.
El circo romano de los bits no nos es ajeno; la línea se pierde porque la pantalla ofrece un orden aparente. La cloaca, el otro elemento en el que se convierte la red social, está muy bien graficada en el capítulo de Black Mirror sobre escraches virtuales, el de las abejas metálicas (todas van a picar con su aguijón donde picó esa primera arriesgada); cloaca también en un sentido freudiano, donde la compulsión a decir es inversamente proporcional a la sublimación de creer que alguien nos escucha o lee; cuando hablamos con alguien que responde mirando su celular, nos damos cuenta que los oídos-ojos están puestos en la pantalla.
La descalificación, la agresión, sirven mucho en las redes, porque cada quien puede disfrazarla con la generalización. Las puteadas pantagruélicas son las columnas del Partenón virtual en cada intervención. Siempre hay tiempo para redimirse, porque la atención está puesta en ver cómo sigue el enfrentamiento, sin lugar a poder masticarlo, pensar. Martínez Estrada, en La Cabeza de Goliat, hablaba de aquel que, ya en los años 30, llamaba anónimamente por teléfono, decía improperios al que atendía del otro lado, y cortaba. Bloqueaba desde el impulso de eliminación.
La red se abre, se empieza un debate, pero se llega a estados tan disruptivos, que se finaliza en el punto cero de la escritura. Se vuelve al inicio, con basura virtual; un pedazo de osamenta bit, donde cada quien sale más fortalecido en su posición, porque dijo lo que debía y lo que cree; lo difícil es que pensar, matizar la propia postura en el próximo posteo del muro de quien venga, será visto por las otras abejas como una debilidad. Un impulso que estaba en el Erdosain arltiano quien, en alguna de sus remembranzas, se veía de niño, construyendo castillos de arena, en la playa, pero para luego darse el gusto tanático de poder romperlos, barrerlos a patadas. Los escribas virtuales somos un poco esos Erdosain; vamos dejando las huellas de nuestros pensamientos para luego, poder romper todo el edificio de debate que se arme, con el sólo placer de haber sido parte de su construcción, de haber puesto un ladrillo.
Por último, una prueba: pongan en el estado “no sirve discutir por Facebook”, esperen unos minutos, vean qué aparece y aguántense. Donde metieron mano, perdieron.

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